Conocí a Edwin por accidente, por fortuna, por error.
Soy periodista. Un fotorreportaje sobre las maras, me dijo el editor.
Edwin apareció en mi vida dos días después.
Se dejó fotografiar, tranquilamente.
Sus tatuajes eran arañas que caminaban por el barrio.
La verdad daba un poco de miedo, parecía un monstruo, Edwin,
pero Edwin no era un monstruo, al contrario,
Edwin era un niño, Edwin era un niño, Edwin era un niño buscando su oreja.
Hay fotos que son catedrales. Tengo una de Edwin viéndome fijo.
Lo seguí frecuentando. Nos juntábamos en su casa, me conseguía
rica piedra para fumar.
Le regalé una navaja. Le expliqué que esa navaja
me la había dado mi abuelo, y le expliqué quién era mi abuelo, y eso le gustó a Edwin.
Ese día que lo conocí, Edwin había, digamos, matado a alguien,
me parece que había matado al que había matado a su novia.
Yo no la conocí a ella, pero supongo que fue bella, como él.
Con Edwin fumábamos piedra hasta el amanecer rojo.
A esa hora escuchábamos todas las ambulancias del mundo.
A esa hora nos querían matar.
Edwin paseaba de un lado al otro del cuarto con el fierro en la cintura.
Y hablaba y hablaba, oficiando misa de paranoia y venganza.
“Vida loca”, decía Edwin, como disco rayado.
A veces soltaba frases desconcertantes:
“El sol brilla en los relojes de los que no saben nada de las clicas”.
Eso dijo Edwin.
Edwin me presentó a sus amigos: Choky, Locote, y Satán Broder.
Me dijo un día: “Ya la usé”.
“¿Qué cosa?”, dije. “La navaja”, me respondió.
La había usado para darme gusto, para decirme que ya la había usado.
Otro día estábamos fumando piedra con los homies,
y juro que Edwin agarró una hoja de papel y un lapicero y se puso a dibujar barcos,
barcos y lenguas y enanos crepusculares, maniquís y mundos y formas sin forma.
Edwin era un niño, Edwin era un niño, Edwin era un niño buscando sus dientes.
En la escarcha de los siglos estamos todos.
Cuando los cholos me retaron, le conté a Edwin, por contarle nomás.
A Edwin no le gustó nada. Me preguntó quiénes fueron.
Aparecieron muertos al día siguiente, todos decapitados.
Edwin era un niño, Edwin era un niño, Edwin era un niño buscando sus ojos.
Edwin murió asesinado una semana después, sin ojos, ni dientes, ni la oreja derecha.
No quise fotografiarlo. Mi editor se puso furioso conmigo.
Esa noche me compré dos cargas de piedra, y me puse a dibujar.