Las venas simplemente se rompieron.
Mis días, últimamente, son meros extractos
de otros días más viscosos,
hinchados por un aire vacío y célebre.
Y como si de otra cosa se tratase,
una mujer llora sin prejuicios.
¿Escuchan? Es su llanto el que se desespera
debajo de la arena caliente y negra,
arena por donde he caminado hasta perderla.
Es normal.
Salvo que duele como si no lo fuera.
Salvo que me quemo, y mis historias, parece,
son menos relevantes
hoy que otros días me esperan en la sombra.
He pasado a formar parte
de la galería de los canallas sepulcrales.
Me aplasta un teléfono gigante,
un trueno de palabras no dichas;
he concebido úlceras estrepitosas,
quizá verdaderas;
tengo un proyecto inconcebible: dormir.
Se retira el mar y aparece otro mar debajo:
más negro, más constante.
Pero no podemos dejar que la muerte
nos confunda, y que nos confundan tantos
ebrios ahogados.
Murieron cantando.
Murieron cantando grandes himnos
fosforescentes y locos.
El dolor, a veces, consiste en otra cosa.
La sangre: 1) corre hacia abajo por los dedos;
2) se desprende de ellos;
3) vive un momento de gloriosa independencia;
4) expira bruscamente en el suelo.
Nadie conoce claramente
la especial avidez de los cerebros.
Nadie sabe del todo por qué se gastan
en cosas bellas y banales,
antes de vaciarse hacia la nada estricta,
esa fotografía.
Poemas-abortos. Considérese este blog un altar de mis fetos sucesivos, está destinado a reunir las sustancias residuales. Puah… La web es la tremebunda fosa séptica que la totalidad de los poetas esperábamos desde el principio de los tiempos, el Amatitlán en donde podemos vomitar todo aquello que no se alzó a la luz de ser libro, el basurero sinfónico: la Zona 3. Y ya se sabe que en la Zona 3 nunca hubo cocaína: sólo veneno y gamezán. Maurice Echeverría.
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